viernes, 28 de agosto de 2009

Cuerpo y alma: El corazón como síntoma de la fe (Adaptación)

Por Francisco de Torres B.

Y dijo David a Salomón: Hijo mío, en mi corazón
tuve el edificar templo al nombre de Jehová mi Dios.

(I Crónicas 22:7)


DICOTOMÍA CUERPO/ALMA

Los sentidos y usos que a lo largo de la historia de Oriente y Occidente han presentado el cuerpo y el alma, parecen estar en inextinguible elaboración y re-significación. Si bien la unidad sustancial primitiva propuesta por la filosofía aristotélico-tomista, que dota al hombre de estos dos principios fundamentales en su configuración de ser autónomo, es innegable hasta hoy, es el carácter y significado metafísico que cada uno de estos elementos adquiere el que ha permanecido en constante cambio. Pese a las diferencias filosóficas –que se desarrollan desde la perspectiva platónica hasta el sujeto de Descartes, pasando por la concepción espiritual medieval– pareciera ser que la representación formal de esta dicotomía se encuentra instalada en la consciencia humana, y que es su contenido el que se reitera, contradice o coincide en diversos tiempos y culturas, haciendo del cuerpo/alma una alegoría riquísima de la relación –a veces fraterna, otras conflictiva–del hombre consigo mismo, con el mundo y con dios. Como alegoría, símbolo, icono o metáfora, el cuerpo (límite del hombre con el mundo) y el alma (límite del hombre con lo divino) aparecen como claves en la experiencia espiritual humana; de allí sus múltiples significados y representaciones.

Surge así, como posible solución a este conflicto, el corazón con el sentido de ‘puente’ o ‘nexo’ entre estos opuestos, uniéndolos a través de la experiencia mística o espiritual. El tema que nos ocupará en esta ocasión, es la posible – y en ese caso sorprendente - coincidencia presente entre tres místicos que utilizaron al corazón como continente de significado dentro de sus textos: primero, San Agustín (s. IV) con sus Confesiones, luego Abū-L-Hasan al-Nūrī de Bagdad (s. IX) con el tratado místico Las Moradas del corazón, y finalmente Santa Teresa de Jesús (s. XVI) con las Moradas del castillo interior.

EL CORAZÓN COMO PUENTE

La figura del cuerpo como límite entre el ‘yo’ y lo ‘otro’, entre lo terrenal y lo divino, ha permitido a muchos autores construir con y en el cuerpo expresiones acerca de la fe. Surge entonces el corazón como componente común de la idea del cuerpo como límite, constituyéndose en el soporte de la experiencia asceta del sujeto y como borde entre lo terrenal y lo divino. La (des)unión del alma (πσυχή) con el cuerpo (σῶμα), parece ser entonces una figura recurrente en la literatura religiosa, y el corazón se nos muestra desde esta perspectiva como la alegoría predilecta para develar esa unión mística: “El sistema cristiano de las metáforas corporales descansa sobre todo en la pareja cabeza/corazón” (Le Goff 136). San Agustín fue uno de los cristianos que tomó al cuerpo como metáfora para explicar el proceso de conversión: “Aristóteles define el corazón como el origen de las sensación, y el aristotelismo medieval lo retoma. San Agustín, por su parte, convierte al corazón en la sede del «hombre interior»” (Le Goff 133). “Él es quien, con el permiso de Dios, depositó en tu corazón el libro destinado a confirmar los libros sagrados antes de él para servir de dirección y anunciar felices nuevas a los creyentes” (Corán Sura 2:91).

EL CORAZÓN MÍSTICO

Precisamente uno de estos “edificadores” del corazón es, como anunciábamos, San Agustín, que en el s. IV se instala como uno de los padres de la teología cristiana, y un crítico de los vicios que, en su época, mostraba el catolicismo. En sus Confesiones, somos testigos del proceso de conversión del autor, en el que el corazón se (nos) muestra en un primer plano, tanto simbólico como espiritual, como unión entre él mismo y Dios. Otro constructor de espacios simbólicos es el místico sufí del s. IX, Abū-L-Hasan al- Nūrī de Bagdad, que en sus Moradas de los corazones logra sintetizar teológica y poéticamente, los principios fundamentales que rigen la relación mística entre Dios y el creyente. Para ello, hace del corazón un escenario interno, que Dios ha dotado de ciertos dones, conocimientos, espacios, figuras y sentimientos que permiten al fiel alcanzar la visión mística y la gnosis de Dios. Este mismo ejercicio de configuración alegórica, es presentado en las Moradas de Santa Teresa de Ávila, religiosa y mística del s. XVI, que de manera similar al asceta árabe, construye dentro del corazón espacios metafísicos que cumplen funciones determinantes en la realización espiritual del creyente.

LAS ESTACIONES DEL VIAJE MÍSTICO

Si bien los tres autores se refieren al corazón como símbolo de unión con lo divino, no es sólo esto lo que los reúne, sino que es la alegoría misma con la que se construyen sus textos y se pretende explicar el sentimiento religioso lo que los hace similares. No podremos hablar de una coincidencia textual entre el texto de San Agustín y los de Nūrī, como sí se presenta con los siete castillos que este último y Santa Teresa instalan en el corazón de creyente. Aquí la alegoría deberá ser entendida en un nivel más profundo y global en los textos, en donde San Agustín no se refiere a los castillos propiamente tales, aunque sí se evidencian en su peregrinaje interior por cada uno de sus estaciones o Moradas. Las características de cada estadio de esta fortaleza no son explícitas –como veremos más adelante– pero sí son alusivas al mismo sentido con que Nūrī y Santa Teresa de Ávila se refieren al proceso de aproximación a Dios.

Cada estadio del proceso de conversión de San Agustín tiene correspondencia en alguna de las viñetas de las “Moradas” de Nūrī y genera el dinamismo del peregrinaje interior de Santa Teresa. Por esto, habrá que tener en cuenta que las descripciones de las experiencias de vida de unos y otros no son sólo una trascripción de la experiencia mística, sino que, como anuncia López-Baralt, “son las experiencias mismas en toda su multiplicidad, vaguedad y riqueza de contenido” (Nuri 33). El lenguaje simbólico con que Nūrī de Bagdad, Santa Teresa y –en menor medida– San Agustín trabajan la experiencia mística, nos permite abordar sus textos no como meros reflejos de un proceso interior, sino que son el proceso mismo de aproximación a Dios, ya que es el mismo acto de escritura, como lenguaje revelado (bíblico o coránico, según corresponda, pero en todo caso de origen divino) el que inicia el proceso de conversión de los cristianos y el viaje didáctico-espiritual del sufí.

Por su parte, Nūrī nos habla de un corazón con cuatro estaciones (manāzil), que son las detenciones en el viaje del fiel hacia Dios. Santa Teresa nos presenta a su vez siete moradas o estaciones concéntricas que están construidas en el Castillo interior del alma (el corazón). Estas estaciones, desde otra perspectiva, más terrenal si se quiere, también son recorridas por San Agustín en su proceso de conversión. Revisemos detalladamente las correspondencias que presentan las etapas del viaje interior que desarrollan los textos de estos tres místicos.

Primera etapa: Para Nūrī, la primera estación es aquella en el que “el corazón se protege contra la duda” (88), y para Santa Teresa, el ingreso a la primera Morada es el primer paso que da el «hombre dormido» (terrenal) hacia el conocimiento y gnosis de Dios («hombre despierto»): “Todo se nos va en la grosería del engaste u cerca de este Castillo, que son estos cuerpos.” (2), lo que sería a su vez coincidente con el momento previo a la conversión de San Agustín, el punto de partida en su peregrinaje a modo de viaje iniciático, en la que se enfrenta a su primera prueba para dejar atrás lo que lo retiene, lo mundano, el cuerpo: “Reteníanme [en lo mundano] unas bagatelas de bagatelas, y vanidades de vanidades antiguas amigas mías…” y “Aléjalas del alma de tu siervo” (San Agustín 403), y que logra poco a poco superar gracias a su aproximación a la fe.

Segunda Etapa: En la segunda estación, para Nūrī, “el corazón queda defendido de los avatares de la pasión amorosa que extravía” (88), refiriéndose al placer carnal y a la pasión, de la que San Agustín también pretende alejarse, no sin conflicto interno: “¡Oh, qué suciedades me sugerían, qué indecencias! Pero las oía ya de lejos, menos de la mitad de antes…” (403). En la segunda y tercera Moradas que establece Santa Teresa, se explica la batalla o resistencia del hombre por desprenderse de lo terrenal, pese a haber iniciado su viaje hacia lo divino: se trata esta segunda morada “de los que ya han comenzado a tener oración y entendiendo lo que les importa, no se quedan en las primeras Moradas, mas no tienen aún determinación para dejar muchas veces de estar en ella” (Santa Teresa 9). (Segunda Morada) y que una vez ganada esta batalla, el sendero o viaje de regreso a la esencia espiritual queda libre para hacer el recorrido con relativa facilidad (Tercera Morada). Al que llega a esta tercera morada, dice Santa Teresa “con razón le llamaremos bienaventurado, pues si no torna atrás […] lleva camino seguro de salvación” (12).

Tercera Etapa: En la tercera Morada, para el místico sufí, “el corazón se guarda de la hipocresía y de la vanidad” (Nuri 89), lo que podemos ver de forma muy semejante en la cuarta Morada de Santa Teresa de Jesús, donde el hombre se encuentra en un estado de silencio mental, en calma y en reposo. Es este el límite entre el reino humano y el espiritual: “En estas moradas pocas veces entran las cosas ponzoñosas, y si entran no hacen daño, antes dejan con ganancia” (Santa Teresa 18). Esto mismo se refleja en las Confesiones cuando San Agustín pregunta: “¿Por qué no pones fin a mis torpezas?... No quieras más acordarte de las nuestras inequidades antiguas” (407), señal de humildad y súplica frente a Dios que determina el ingreso definitivo al sendero de la fe.

Cuarta Etapa: En la cuarta Morada, el sufí indica que “el corazón queda salvaguardado de recordar nada que no sea la rememoración de Dios [dikr]” (89), que se refleja de manera idéntica en las últimas tres Moradas de Santa Teresa, pues la quinta es el estado de éxtasis más allá del mundo fenoménico, más allá del cuerpo y la mente: “Osaré afirmar, que si verdaderamente es unión con Dios, que no puede entrar el demonio, ni hacer ningún daño; porque está su Majestad tan junto y unido con la esencia del alma, que no osarán llegar, ni an debe de entender este secreto” (Santa Teresa 28). La sexta Morada es la unión indivisible con Dios y es la promesa de unión divina (esposorio o noviazgo espiritual). La séptima Morada es la suprema culminación del viaje místico, en la cual el iniciado se hace indisolublemente uno con Dios (matrimonio espiritual). Este proceso es justamente el momento final en la conversión de San Agustín, cuando éste afirma que “ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe” (409). Como vemos, los pasos que Nūrī de Bagdad establece como necesarios para acceder al conocimiento (gnosis) de Dios, y las Moradas por las que debe pasar el creyente para unirse con Dios según Santa teresa, son los mismos que sigue San Agustín en su insospechado y vertiginoso proceso de conversión.

LAS ALEGORÍAS DEL CORAZÓN

El corazón flanqueado

Junto a lo anterior, y refiriéndonos ahora específicamente los tópicos alegóricos utilizados por San Agustín, Nūrī y Santa Teresa para referirse al proceso de conversión, veremos cómo muchos de los elementos simbólicos se conectan y repiten en los textos. Así, por ejemplo, se nos representa la idea de un corazón que ha sido rodeado completamente por inmundicias, sanguijuelas, seres asquerosos y olores pútridos. En este sistema alegórico, la suciedad representa el pecado y la purificación (limpieza del corazón) sólo se logra mediante el arrepentimiento de los actos del pasado y el deseo de sacar el pecado de dentro de sí. En el capítulo XI de las Confesiones, San Agustín exclama: “Y llenábame de muchísima vergüenza, porque aún oía el murmullo de aquellas bagatelas y, vacilante, permanecía suspenso”, marcando desde aquí el alejamiento de lo mundano y la aproximación a lo divino. De este mismo modo, establecemos un nexo con Nūrī, quien en la viñera XV (“Las características de lenguaje, del habla y del oído del corazón místico”) nos presenta al corazón como aquel en que “todos los pecados se cubren con el velo del arrepentimiento” refiriéndose con ello a uno de los pasos fundamentales para aproximarse a Dios. Santa Teresa, por su parte, nos dice que cuando el hombre dormido aún no ha sido iluminado, su corazón se ve envuelto por “sabandijas y bestias que están en el cerco del Castillo” (4).

El corazón ‘atormentado’

En el capítulo XII de las Confesiones, el de la conversión, San Agustín se refiere a un momento inexplicable para sí mismo, que lo lleva a tomar la decisión de apartarse de Alipio y permanecer en soledad, reconociendo sus pecados antiguos: “[Se] amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas” (405). En otras palabras, es éste el momento del reconocimiento (a modo de anagnórisis trágica) del pecado que le permitirá acceder al conocimiento divino, lo cual coincide con lo que Nūrī llama la “lluvia de la misericordia, que es el resultado de la felicidad” (viñeta XX) y que cae con cuatro cosas: “el trueno del temor, el relámpago del anhelo, la lluvia de la generosidad y el viento del solaz” (Nuri 100). La tormenta que le revela a San Agustín el camino que debe seguir, es así también la alegoría de la tormenta con que Nūrī explica la configuración del “Corazón de los amigos de Dios”.

El corazón/alma como castillo del creyente

El corazón como templo o castillo en el que habita la divinidad es la alegoría que, desde la perspectiva de la experiencia mística, reúne en este trabajo a los tres autores. La imagen del corazón como fortaleza (de la fe) corresponde a una sublimación del sentimiento religioso, pero refleja además la forma de organización del mundo predominante en la Edad Media. Para Le Goff, en el medioevo “las ciudades, en particular con el auge de las conjuraciones y de las comunidades urbanas, tienden a formar asimismo un «cuerpo místico»” (129). Y es esa misma estructura la que se reitera en los textos revisados de Santa Teresa, Nūrī y San Agustín, como veremos de inmediato.

La semejanza existente entre la alegoría del Castillo interior de Nūrī y Santa Teresa es asombrosa y de compleja comparación por lo que será imposible detallarla en este trabajo. Sin embargo, intentaremos aproximarnos a las similitudes formales que la estructura de ambos Castillos nos muestran, con habitaciones circulares concéntricas, y donde significación de cada una de sus esferas se replica con tal fidelidad en forma y contenido, que las diferencias en el proceso de aproximación a la divinidad desde el cristianismo y desde el Islam parecen difuminarse. Santa Teresa nos presenta su estructura del siguiente modo: “Ahora diré para comenzar con algún fundamento, que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, ansí como en el cielo hay muchas moradas” (2) y respecto a la estructura interna del corazón del creyente, ya sabemos que Nūrī le eleva siete castillos fortalecidos por muros concéntricos. Uno de los castillos más importantes en esta comparación será el cuarto castillo (de bronce), pues simboliza, para el sufí, la “ejecución de las prescripciones de Dios [farāid]”, agregando que: “a su alrededor hay un castillo de alumbre, que es el cumplimiento de los mandamientos de Dios” (Nuri 90). Estas prescripciones se muestran a los hombres a manera de oráculo o profecía revelada. En tanto, Santa Teresa invita a que “consideremos que este castillo tiene […] muchas moradas, unas en lo alto, otras en lo bajo, otras a los lados; y en el centro y mitad de todas estas tiene la más principal, que es donde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (2), es decir, el espacio en el cual Dios se muestra, se revela a los hombres. Imposible es, a partir de lo anterior, no establecer semejanzas con la referencia bíblica que realiza San Agustín al recordar la conversión de Antonio, y al códice, al explicar su propia conversión: “Había oído decir de Antonio que, advertido por la lectura del Evangelio […] se había al punto convertido a ti con tal oráculo” o cuando narra “Toméle [el códice], pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos” (San Agustín 407). Y en ese momento San Agustín realiza la conversión: “Se disiparon todas las tinieblas de mis dudas” (407), cerrando de este modo el ciclo vital anterior y abriendo uno nuevo: el de la fe.

En este mismo sentido, es destacable el sentido simbólico que los autores del brindan a la ‘luz del corazón’ en el momento final de la aproximación a Dios. Nūrī cita el Corán diciendo: “Finalmente, se encuentra la iluminación, como dice la palabra de Dios (Corán Sura 24: 35): «Dios dirige a Su luz a quien Él quiere»” (Nuri 86), mientras que San Agustín, realizada su conversión, afirma que la experiencia fue “como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad” (407). Santa Teresa nos dice que “que no hay otra luz interior, sino esta que vemos, y que está dentro de nuestra alma…” (73)

CONCLUSIONES

Así podríamos seguir mencionando correspondencias simbólicas entre estos autores, como el fuego, que para ambos autores se refiere a la pasión intelectual, es decir al deseo de aproximarse al conocimiento divino. Los océanos, como otro ejemplo, simbolizan los diferentes obstáculos que el peregrino debe pasar para alcanzar a Dios, o los árboles (higueras, pinos, frutales, etc.) simbolizan la matriz del conocimiento que permite alcanzar la luz de Dios. Pero, cabe preguntarse en este momento, ¿qué nos quieren decir estas conexiones? o, más bien, ¿qué establecemos al evidenciar estas correlaciones? Creo que el hecho de que las alegorías con que se pretende explicar el peregrinaje místico hacia Dios –con cinco siglos de diferencia entre autores, con Oriente y Occidente representados, y con finalidades teológico-literarios disímiles– confluyan en aspectos simbólico-textuales, ha de ser la mejor forma de explicar y comprender cómo el espíritu humano camina por senderos que llegan al mismo lugar, a buscar lo mismo, aunque con nombres diferentes para cada uno de ellos.


Fuentes citadas:


Abu-l-Hasan al-Nuri de Bagdad: Las moradas del corazón. Traducción del árabe, estudio introductorio y notas de Luce López-Baralt, Madrid: Trotta, 1999.

Le Goff, Jacques y Truong, Nicolas: Una historia del cuerpo en la Edad Media. Cap. IV. Trad. José M. Pinto. Ed. Paidós, Barcelona, 2005.

San Agustín: Las Confesiones. Tomo II. Edición crítica y anotada por Ángel Custodio Vega. 3ª edición. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid. 1955.

La Santa Biblia. Antiguo y nuevo testamento. Antigua versión de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602) Otras revisiones: 1862, 1909 y 1960 Reina-Valera 1960.

El Corán. Versión electrónica en
www.historia.fcs.ucr.ac.cr/biblioteca/historia/MahomaElCoran.pdf

Santa Teresa de Jesús: Las moradas del castillo interior. Versión electrónica de Biblioteca Virtual universal, en http://www.bibliotecaignoria.blogspot.com/. Última entrada el 20 de julio de 2008.

jueves, 20 de agosto de 2009

Canciones de Mihyar el de Damasco: El homo viator en la escritura árabe de emigración

Por Maritza Requena

Paul Zumthor en La medida del mundo se refiere al homo viator («hombre del camino») como tema espiritual y literario: “El homo viator, en la existencia concreta, es aquel que «viaja» (...) remite a la idea de caminar, de espacio que queda por recorrer” (162). Los viajeros llevan consigo una voluntad de retorno y durante su vida itinerante no dejan de remitirse a su hogar, dicho de otra manera, el lugar de origen es habitado en la memoria.

El homo viator, en la cultura árabe, se asocia con el beduino, cuya esencia es ser nómada, una forma de vida determinada por el desierto. Etimológicamente, la palabra «árabe» se refiere a la acción de trasladarse en forma continua, por lo tanto, la denominación de «árabe» designa a un individuo en constante movimiento.

Canciones de Mihyar el de Damasco, publicado en Beirut, es uno de los primeros libros de Adonis y refleja, justamente, la condición existencial del homo viator, el cual también podemos identificar con el inmigrante. En el primer poema, “No es una estrella”, el personaje Mihyar es presentado como un desterrado:

Ese hombre va llegando
como lanza pagana.
Invadiendo la tierra de las letras;
sangrando,
y hasta el sol su sangre levantando.
Con las piedras desnudas vestido.
Rezando a las cavernas.

Ese,
que la tierra ligera
lleva en brazos. (55)


Mihyar va llegando, es decir, que está en permanente desplazamiento, además lleva la tierra en brazos, cargando consigo el lugar y la cultura de origen. Siendo Mihyar un exiliado y Adonis, un poeta que vive fuera de su país, es posible reconocer que se desarrollan los motivos de de la Literatura Árabe de Emigración (al-Mahyar, literalmente, «lugar de emigración o huida»): el sentimiento de desarraigo, la nostalgia por la tierra de origen y la soledad debido a la partida. El texto refleja la compleja condición de marginación sufrida por el emigrante árabe a través de Mihyar, quien vive marcado por su estado errante. Mihyar representa al ser humano como un homo viator, es decir, un ser que se desplaza permanentemente, cargando siempre consigo su patria en la memoria.

En las Canciones de Mihyar el de Damasco se desarrolla el motivo del viaje, pero Mihyar es un viajero que no retorna, es un emigrante que deja la tierra de origen para no volver. Figuras de la mitología griega, y que, además, forman parte de la tradición literaria occidental, como Ariadna, Sísifo y Odiseo, aparecen en distintos poemas definiendo el carácter del viaje de Mihyar. En “Tierra sin retorno” y “Odiseo” Adonis se refiere al viaje de Ulises:

Aun cuando retornes,
Odiseo.
(...)
Seguirás siendo historia de andadura.
Seguirás habitando una tierra sin tiempo,
viviendo en una tierra sin retorno. (82)


Sabemos que, al terminar la guerra de Troya, el héroe griego Odiseo emprende el camino de regreso a Itaca y, tras sufrir una serie de aventuras, logra volver a su patria; pero a Adonis le interesa el Odiseo “perdido por aquí y por allá”, aquel que parte, no el que llega. Es la historia de andadura o la marcha sin retorno lo que conecta a Mihyar y Odiseo:

Mi nombre es Odiseo,
y vengo de un país ilimitado
que las gentes transportan a la espalda.
Con mis versos,
perdido por aquí y por allá.
Ahora aquí me tienes:
Seco, aterrorizado.
Ignorando si quedo o si retorno. (83)


En “Nacimiento de sus ojos” Mihyar llama a Ariadna, quien ayudó a Teseo a salir del laberinto del Minotauro, para que también lo guié en el camino de regreso: “Nacen, / en los ojos perplejos y apagados / que llaman a Ariadna” (57). Por otro lado, encontramos a Sísifo: “En la posesa roca giratoria / que busca a Sísifo, / sus ojos nacen” (57), quien representa el castigo que no tiene fin y también lo absurdo de la existencia, según el planteamiento de Albert Camus en El mito de Sísifo. Cabe preguntarse ¿qué sentido puede tener la vida de Mihyar lejos de su patria? Mihyar como Sísifo está condenado, pero el castigo de Mihyar consiste en un errar constante, en ser un «hombre del camino».

De lo anterior se deriva que la condición de desterrado es también existencial, el hombre es un extraño en esta tierra tal como lo representa El extranjero de Camus. En la escritura del Mahyar hay una búsqueda sin fin de un objeto inaccesible, que es la patria, por lo tanto, es una búsqueda sin sentido y se convierte en un trabajo absurdo. Desde esta perspectiva, el exilio se plantea como un tema existencial.

En su viaje, Mihyar siente profundamente el desarraigo, está “con las manos tendidas / hacia el muerto país” (63). Este sentimiento de extrañeza, tan frecuente en la poesía árabe actual, es lo que Rosa Martínez Lillo ha denominado como gurba. La gurba designa tanto el exilio producto del alejamiento físico como la alienación del individuo, sentirse ajeno, extraño en el mundo, lo cual se relaciona con la condición de extranjero:

Sentimiento que, atendiendo a su sentido lingüístico en árabe, proviene de la raíz “garaba”: “Ponerse (el sol, los astros), irse, partir, alejarse, ausentarse, retirarse…”. Sí, se trata de un “alejamiento”, de cierta “ausencia”, mas, sustancialmente, de un “alejamiento” y “ausencia” personales, interiores, de uno para con uno mismo. Cierto es que, en principio, el hecho del exilio, de la impuesta distancia física, aumenta en el poeta dicho sentimiento. Otro país, otra realidad externa, otras gentes, otro idioma u otro dialecto…Todo ello, claro, no hace sino provocar en el hombre una “extrañeza” mayor. Pero no siempre el exilio real, el físico y directo, va a desembocar, necesariamente, en un sentimiento de gurba; esto es, no siempre el exilio físico va a conducir al metafísico, al interno, aquel más vinculado a la gurba.

Si bien Mihyar se siente solo, lejos de su tierra, que es Damasco, capital de la Gran Siria, afirma su identidad en la lengua: “Habito, enamorado, / en mi voz” (69); en la escritura: “Y amo, / vivo / y nazco / en mis palabras”(67), creando así su propia patria en el exilio, tal como lo manifiesta en “La única tierra”:

Habito estas palabras vagabundas.
Vivo, y sólo mi rostro me acompaña.
Mi rostro:
mi camino.

Con tu nombre.
Contigo, ¡oh, tierra mía! (77)

Mihyar –como Ulises, Eneas, el Cid, Dante, don Quijote– es un personaje marcado por el destino de la peregrinación, por lo tanto, el homo viator se refiere también a la consideración literaria de la vida del hombre como un tránsito: el homo viator es el ser humano visto en su dimensión de pasajero, de peregrino, de ser que se desplaza.

En conclusión, cabe señalar que en las Canciones de Mihyar el de Damasco predomina el sentimiento de pérdida sin posibilidad de retorno, asimilable a un primer momento del proceso de inmigración árabe, todavía lejos de la adaptación e integración a la patria de acogida. Adonis desarrolla un tipo de viaje más bien abstracto que reactualiza la aventura de Odiseo y que concibe el destierro como una condición humana en la que no hay posibilidad de retorno sino sólo historia de andadura. Así se revela el carácter itinerante del vivir humano, considerada la existencia como camino, viaje o peregrinación. Asimismo lo entiende Federico Arbós:

Estas Canciones de Mihyar el de Damasco (...) desgranan los pasos de un desarraigado que avanza –como apunta el poeta– “en un clima de nuevas escrituras”, que reduce el tiempo a un destello suspendido, ensancha el espacio hasta los límites del cielo y recorre sin esperanza el camino de la utopía, anunciando la muerte de los dioses y su propia muerte repetida, aunque no renuncie jamás a compartir los signos que descubre en su extravío (...) No es extraño por tanto que el libro haya varios poemas dedicados a Odiseo, a Ulises, el viajero en busca de la ciudad ideal, del centro del mundo, para quien lo más importante, sin embargo, es el viaje mismo, no el destino final.


Fuentes citadas


­­Arbós, Federico: “Tres calas en la producción poética de Adonis.” Anaquel de Estudios Árabes, 2006. Vol. 17. pp. 44-45. http://www.ucm.es/BUCM/revistas/fll/11303964/articulos/ANQE0606110031A.PDF

Adonis: Canciones de Mihyar el de Damasco. Madrid: Instituto Hispano-Árabe de Cultura, 1968. Traducción y prólogo de Pedro Martínez Montávez.

Martínez Lillo, Rosa-Isabel: “Gurba y modernidad en la poesía árabe.” Hoja de Ruta Nº6, abril de 2007. http://www.hojaderuta.org/006/cultura/001.php

Martínez Montávez, Pedro: “Literatura del Mahyar.” Introducción a la literatura árabe moderna. Madrid: Almenara, 1974.

Zumthor, Paul: La medida del mundo. Madrid: Cátedra, 1993.